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La inseguridad en tiempos del coronavirus

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Aun cuando en los últimos días no se ha hablado mucho de ella, debido a la emergencia del coronavirus COVID-19, la inseguridad no amaina ni cede, sino que se mantiene en niveles muy elevados de 80 homicidios dolosos por día.


Por Francisco Robles

Después del 8 de marzo, la inseguridad como tema de interés público fue desplazada a un segundo plano. En pocos días, la población colocó su atención en las consecuencias, todavía imprevisibles, de la emergencia sanitaria provocada por el COVID-19, así como en el desplome del peso frente al dólar y el comportamiento de los precios internacionales del petróleo, cuyos impactos tendrán, sin duda, severas secuelas en la economía familiar.

Sin embargo, los datos oficiales confirman que en los primeros dos meses de 2020 hubo movimientos marginales en relación con los niveles de violencia alcanzados en 2019. El año pasado ocurrieron en el país 29 mil 406 homicidios dolosos, de los cuales 16.9% se registraron entre los meses de enero y febrero, en total 4 mil 994. Los feminicidios por su parte sumaron 980; el 14.4% de estos, es decir 141, ocurrieron también durante el primer bimestre. Ambos delitos sumados dieron pie a la apertura de 30 mil 386 carpetas de investigación.

Mientras, en los dos primeros meses de 2020 se han registrado 4 mil 663 homicidios dolosos y 164 feminicidios. Al anualizar las cifras tenemos que entre marzo de 2019 y febrero de 2020 se han cometido a nivel nacional 29 mil 216 homicidios dolosos y mil 3 feminicidios, lo que de manera agregada da un total de 30 mil 219 carpetas de investigación abiertas. Apenas 167 carpetas menos entre un año y otro, es decir una reducción inferior al 1.0%.

En cuanto a las víctimas, las reducciones son menores. Mientras que el año pasado la violencia letal dejó un saldo de 35 mil 620 víctimas, incluídas las de feminicidio, los datos anualizados (marzo 2019-febrero 2020) arrojan un total de 35 mil 544. En total 76 victimas menos, una reducción imperceptible ante la magnitud del fenómeno. Con las víctimas ocurre lo mismo que con los delitos: bajas marginales en términos porcentuales en el caso de los homicidios dolosos y alzas de dos dígitos en el caso de los feminicidios.

Para hacer frente a la inseguridad, el gobierno Federal seleccionó 264 municipios prioritarios. Se trata principalmente de municipios urbanos que concentran dos terceras partes de la población nacional. De estos, 17 no verificaron cambio alguno en sus niveles de violencia letal, registrando en 2019 los mismos 316 homicidios dolosos que en 2018. En 117 municipios, los homicidios crecieron a mil 995, subiendo su total a casi 10 mil. Finalmente, en 130 municipios se observó la reducción de 2 mil 820 homicidios, para quedar en 9 mil 411.

Visto desde esta perspectiva, pareciera que la estrategia está dando resultados, abriendo paso a un vuelco en la tendencia nacional. Pero, el asunto es mucho más complejo. El descenso de 865 homicidios dolosos observado en los municipios llamados prioritarios, no se trasladó mecánicamente al total nacional, que registró un incremento marginal (306 homicidios dolosos más que en 2018). Ello se explica porque el resto de los municipios -los “no prioritarios”, principalmente rurales y semi-rurales-, vieron crecer el número de muertes intencionales, para pasar de 9 mil 543 en 2018 a 10 mil 714 en 2019, un incremento absoluto de mil 171 homicidios, equivalente al 12.3%.

La violencia criminal ha servido de cobertura para el crecimiento de los feminicidios. Homicidios dolosos y feminicidios son fenómenos con lógicas y causas distintas pero entrelazados. En los municipios prioritarios, es verificable una firme correlación entre ellos (0.54427), de tal manera que a mayor número de homicidios dolosos es también mayor el número de feminicidios.

Durante 2019, 197 de los municipios “prioritarios” registraron 598 feminicidios (7.6% más que en 2018), que representan el 61% del total nacional. En contraposición, en los “municipios no prioritarios” ocurrieron cuatro de cada diez feminicidios, siendo su crecimiento anual de 14%. Se trata de crímenes que se mantienen fuera del radar de los medios de comunicación y por ende son invisibles para la sociedad.

La información presentada desmiente la presunción gubernamental de haber alcanzado un “punto de inflexión” en las cifras de violencia mortal. Falta también convencer a la población de que ese cambio de tendencia está sucediendo. Hasta ahora, la sociedad no observa una reducción firme y consistente.

Cambiar la percepción ciudadana requiere incidir en tres esferas:

Primero. Ante la dimensión del fenómeno, lograr que las personas vislumbren realmente un cambio en el nivel de violencia criminal y valoren positivamente la estrategia de seguridad, no es tarea fácil, se requiere reducir significativamente el número de delitos. En este campo como en cualquier otro, los pequeños logros son insuficientes para cambiar la percepción de la gente.

La explicación es sencilla: cada que ocurre un nuevo asesinato, sobre todo cuando las víctimas son mujeres, niños o personas inocentes, es decir, ajenas a organizaciones criminales, la sensación colectiva de pérdida, dolor y enojo es mayor. Por el contrario, cuando ocurren disminuciones, de no ser significativas, estas se valoran menos. Es decir, entre mayor es la magnitud de la variable (homicidios dolosos + feminicidios) menor es la capacidad social de percibir sus disminuciones o las diferencias mínimas perceptibles (DMP)[1].

Segundo. Más difícil es para el gobierno incidir sobre el nivel de crueldad que tiene la violencia. En el México de hoy no sólo hay más crímenes que antes, sino que éstos se ejecutan con mayor barbarie y salvajismo, profundizando el sentimiento de inseguridad e indefensión de la población, de tal suerte que no sólo hace falta bajar el número de delitos, sino también la irracionalidad con la que se cometen.

Tercero. La ostensible capacidad operativa y de respuesta mostrada por el crimen organizado ante los operativos de las fuerzas armadas para detener a sus líderes o recuperar el control sobre amplias franjas del territorio nacional bajo su dominio, habla de la debilidad de los poderes legalmente establecidos. El crimen organizado se constituye en los hechos en un poder paralelo que asume funciones que son en teoría reservadas al Estado. Frente a ello, la estrategia de “abrazos no balazos”, resulta no sólo ingenua sino insensata. En los hechos, no combatir frontalmente al crimen organizado es renunciar a la responsabilidad primordial del Estado de garantizar la integridad física y el patrimonio de las personas.

Es probable que en los próximos meses se observe una caída en la cantidad de delitos en general y de los homicidios dolosos en particular. Ello no será como consecuencia de la estrategia de seguridad, como tampoco lo es la baja en los precios de las gasolinas, por más que se la quiera adjudicar el gobierno.

La emergencia sanitaria modificará coyunturalmente las condiciones sociales y económicas sobre las cuales venían operando los grupos criminales, tanto dentro como fuera de México. Las restricciones a la circulación de mercancías y personas, el confinamiento de la población, así como la menor actividad económica restarán “oportunidad” para la comisión de delitos, pero no los detendrán del todo.

Pasada la fase de contagio es previsible también que la actividad delictiva repunte. Lo hará en un contexto diferente al que se tenía antes del COVID-19. El mayor o menor nivel que la violencia criminal pueda alcanzar en el futuro dependerá de las condiciones que se presenten al volver a la “normalidad”, toda vez que no se vislumbra desde el gobierno un cambio para atenuar su brote.

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[1] Ley de la psicofísica Weber-Fechner

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