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Volver a Dolores

por Rogelio Flores

Así como con ciertos amores, existen libros a los que siempre volvemos buscando respuestas. Obras referenciales o de culto que nos sorprendieron en su primera lectura y nos sorprenden aún más en la segunda o tercera; que nunca dejan de darnos lecciones, por duras que estas sean. Una de estas reincidencias, en mi caso, es El complot mongol, de Rafael Bernal, novela considerada como fundacional en la vertiente negra de la literatura policiaca de nuestro país, y que a 45 años de su primera edición se mantiene vigente, actual, fresca como la sangre de un cadáver recién ejecutado.


Pero, ¿de qué trata esta historia, por qué su actualidad?

El complot mongol, como todas las obras del género, nos muestra una investigación llevada a cabo por un tipo solitario que actúa al margen de la ley. O dicho en términos más prácticos, es una historia del individuo contra un sistema que lo rebasa. En este caso, nuestro individuo es Filiberto García, un oscuro pistolero sexagenario, y el sistema no es otro que el México de los años dorados del priismo. No olvidemos que la novela se editó en 1969, con todo lo que implica su contexto, en particular la guerra fría y el culto a la figura presidencial.

Filiberto García, desde las primeras páginas, se nos presenta a los lectores como un personaje cínico y nihilista, que en su juventud perteneció al ejército de Francisco Villa y que en el contexto de la novela se alquila como matón para políticos de primer nivel, o bien para otro tipo de trabajos en los que los funcionarios públicos no quieren verse involucrados.

La misión que le encomiendan se antoja más que imposible, insólita: impedir un atentado contra el presidente de los Estados Unidos de Norteamérica en una gira por México que está a la vuelta de la esquina. Para ello, deberá trabajar con agentes tanto del FBI como de la KGB en labores de inteligencia e investigación, para después enfrentar a comunistas cubanos, hampones, políticos sin escrúpulos y demás especímenes de una fauna peligrosa, mismos que serán convertidos en fiambres por el ex revolucionario. Todo, con el viejo barrio chino de la Ciudad de México como telón de fondo; ese barrio que en realidad es una sola calle de nombre Dolores, con unos cuantos restaurantes orientales y la presencia de una mujer que es lo único tierno de esta historia: Martita.

Aun con la intriga diplomática que anuncia esta sinopsis, El complot mongol está más cerca de las novelas policiacas del tipo hard boiled que del thriller de espionaje, ya que todos los elementos de intriga internacional que se mencionan, terminan siendo el pretexto para que Filiberto ponga en práctica sus dotes de agente y asesino, y para que emprenda una odisea por las cloacas del sistema político mexicano. Con ello, a la larga descubrirá que el susodicho complot desestabilizador originado en Mongolia no es tal y que todo realmente se deriva de las esferas de la política interior del gobierno emanado de la Revolución Mexicana, el mundo de los licenciados, las instituciones y los demócratas.

Y justo es ahí donde radica su actualidad y vigencia. La novela evidenciaba entonces lo endeble que era la supuesta estabilidad política del país, cuyos consensos eran obtenidos con base en el autoritarismo. Una tentación latente y no del todo erradicada hoy día, por cierto.

El género policiaco tiene una premisa simple: el Estado es ineficaz. Ya sea por ineptitud de las autoridades encargadas de administrar justicia y seguridad, o por corrupción de las mismas, es que surge la necesidad de una investigación paralela o al margen de la ley (“la Ley es una de esas cosas que están allí para los pendejos”, sentencia muy quitado de la pena García, al inicio del libro).

Es decir, las novelas policiacas, aun las más amigables, son de denuncia, y ahí es donde aparece uno de los muchos aciertos de El complot mongol: el señalamiento del México posrevolucionario como un Estado fallido, como un sistema político corrupto y omnipresente que ha infectado a todo y a todos, incluyendo al protagonista. No es casual, desde esta óptica, que Filiberto haya sido un soldado villista ni que los funcionarios públicos que le encomiendan su misión pertenezcan al sistema de la revolución institucionalizada.

Una de las definiciones más sencillas de lo que es el Estado es la de Max Weber, aquella que lo describe como la fuerza política que tiene de manera legítima el monopolio de la violencia para garantizar la seguridad y el bienestar de sus ciudadanos. Por ello, al hablar de Estado fallido nos encontramos con una sociedad en la que el monopolio de la violencia ha dejado de ser legítimo (o que ha dejado de ser monopolio), erosionando la credibilidad y autoridad de quien tiene el poder.

Como se mencionó en un párrafo anterior, El complot mongol es una gran novela policiaca, y como tal es una denuncia a la corrupción del sistema, pero también es su endoscopia, un viaje a sus entrañas con una cámara de video que nos muestra hasta donde ha avanzado la enfermedad.

La invitación está hecha. De no haber leído nunca El complot mongol, hoy es un buen día para comenzarla y sumergirse, cual Dante, en su laberíntico mundo de corrupción y sordidez (con Filiberto García como un Cicerón malhablado y encantador en su negritud). Si ya se ha leído, nunca es tarde para una segunda o tercera lectura. Al fin, todo pretexto es bueno para encontrar esas respuestas, para volver a Dolores, nuestro barrio chino.•

Rogelio Flores
Escritor. Cursó estudios de Ciencias de la Comunicación en la UNAM, así como de Creación Literaria en la Escuela de Escritores de la SOGEM (Sociedad General de Escritores de México), y de Realización Cinematográfica en la Escuela Internacional de Cine y Televisión de Cuba (EICTV). Ha colaborado en publicaciones como Arcana, Cambio y El Semanario, entre otras. Es coautor de los libros de cuento Abreletras, Prohibido fumar: cuentos contra la represión, Palabras Malditas y Códices en el asfalto; y autor de Adiós, Princesa y Rocanrol Suicida, también de cuento. Recientemente, ganó el concurso Palabras Malditas.
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