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Un Informe presidencial sin rendición de cuentas

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El jueves 1° de septiembre se instaló el Primer Periodo de sesiones ordinarias del Congreso de la Unión. Presidió la Asamblea el diputado panista Santiago Creel y junto a él, el senador morenista Alejandro Armenta, quién, después de varias votaciones ante notario público, logró el nombramiento de Presidente de la mesa directiva del Senado. Pero la instalación no inició a la hora convocada, sino una hora y media tarde. Esperaron a  dos personajes más: al Presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y al Secretario de Gobernación.

Escrito por:  Ruth Zavaleta Salgado

Ellos estaban en otra asamblea convocada en Palacio Nacional, enterándose en voz del anfitrión, el presidente de la República, Andrés Manuel López Obrador, que éste se encontraba sereno y feliz. El orador no aclaró qué le motivó tal estado de ánimo, pero se puede deducir, por su discurso, que lo estaba porque considera que ha cumplido bien su tarea como presidente. Desde su punto de vista, la economía va bien, levantándose; se han producido millones de empleos;  los homicidios dolosos bajaron más del 2%, por lo tanto, la violencia va disminuyendo, aunque los medios de comunicación evidencien lo contrario; además, mencionó que Joe Biden es su amigo y, entonces, podemos pensar que todo marcha “viento en popa” en las relaciones con Estados Unidos de América.

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Lamentablemente, los datos tercos nos pintan otra realidad a la que el Presidente se empeña en difundir con sus spots y en su discurso con pretexto del Informe. Por ejemplo, la inflación creció como nunca, el costo de la canasta básica esta por el cielo; la violencia de los grupos criminales no es un invento, se ha extendido; tan solo en este año, han asesinado a 15 periodistas; los homicidios dolosos bajaron un poco, pero las desapariciones forzadas se multiplicaron; los empleos crecieron, pero más del 77% en la informalidad, etc.

Pero más allá de lo que se pueda señalar en artículos y columnas sobre lo que dijo el presidente y la terca realidad, nada pasará, porque los que deberían cuestionar la gestión presidencial son los Diputados y Senadores.  Así lo estableció originalmente el Constituyente de 1916. No dudamos que, en el marco de la entrega del Informe escrito, durante las comparecencias de la Glosa, las y los secretarios del Gabinete lo hagan, sin embargo, no fue esa la forma en que se pensó la relación entre el Poder Legislativo y Ejecutivo.

 El texto original de la Carta Magna promulgada en 1917, mandató que, a la apertura de sesiones ordinarias del Congreso, asistiría el presidente de la República y entregaría un Informe del estado que guardaba la administración pública.

En los años de 1923 y 1986, el artículo 69 se reformó sin afectar el mandato original, sino, hasta la reforma del 2008. Pero, si bien es cierto, lo establecido en la Constitución no sufrió modificaciones durante  mas de 60 años,  el régimen político sí cambió. Uno de los factores fundamentales de ese cambio, fue el nacimiento de lo que se conocería como el “partido oficial”. El Partido Nacional Revolucionario se conformó en 1929 y, posteriormente se transformó en el Partido de la Revolución Mexicana. El cambio de nombre no sólo fue de forma, sino de fondo, porque el partido que originalmente nació como una idea de partido moderno, se convirtió en un partido corporativo y con ello, pasó a ser una poderosa herramienta para que el presidente de la República lograra ejercer funciones “metaconstitucionales” durante su mandato.

Lo establecido en el artículo 69 de la constitución y el poder hegemónico del “partido oficial”, sirvieron para que el día 1° de septiembre, que iniciaba el Primer Periodo de sesiones del Congreso de la Unión, se convirtiera en el “Día del Presidente”, en lugar del día de rendición de cuentas del presidente  al Poder Legislativo.

Durante siete décadas, año tras año, el presidente asistió a la apertura de sesiones y leyó un discurso ante los complacientes legisladores de las dos cámaras, que, en su gran mayoría, pertenecían a su partido y no lo interrumpían, ni le cuestionaban el contenido. No importaba si los datos estaban mal, porque tampoco había mucha forma de obtener otros datos y mucho menos había interés en confrontar lo dicho por “señor presidente”. Pero la crisis política de 1988 y la nueva conformación legislativa, impactó la vida cotidiana del Congreso de la Unión. El intocable Presidente comenzó a ser increpado por sus opositores durante la lectura de su discurso.

El “Dia del Presidente” se desdibujo y la formalización de su desaparición culminó con la reforma constitucional del 2008. El decreto estableció que, en la apertura de sesiones  del Primer Periodo ordinario de cada año del Congreso de la Unión, el presidente de la República presentaría un informe por escrito sobre el estado general que guarda la administración pública. Entregado el informe, cada cámara legislativa analiza su contenido y puede pedir ampliación de la información de forma escrita. Además, citan a los secretarios del gabinete y a los responsables de las entidades paraestatales para que comparezcan bajo protesta de decir verdad, sobre los asuntos que les correspondan (Glosa del informe).

El motivo de la radical reforma que exenta al Presidente de la República de asistir a la sesión de apertura, se derivó de los acuerdos de las fracciones parlamentarias que conformaron la sexagésima legislatura, después de las fuertes confrontaciones entre algunos legisladores del PAN y PRD, en el contexto de la elección del 2006. En ese entonces, se le impidió al presidente Vicente Fox entregar personalmente su último informe.

Pero, a partir de esa fecha, quizás motivados por la nostalgia, los presidentes de la República del PAN, PRI y ahora Morena, se las han arreglado para seguir pronunciando un discurso el día 1° de septiembre. Ahora, ya no en la asamblea plenaria de los legisladores, sino en la sede del Poder Ejecutivo, ante sus propios invitados. Lamentablemente, la voluntad original de los constituyentes de 1916, no fue que esa fecha se convirtiera en el “Día del Presidente”, sino en un acto de rendición de cuentas del Poder Ejecutivo ante el Poder Legislativo en el contexto del equilibrio de poder que tiene que prevalecer en un Régimen Democrático.

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