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¿Para qué sirve la popularidad presidencial?

La mayoría de las encuestas políticas publicadas en medios de comunicación registran como uno de sus indicadores más relevantes es relativo a la “popularidad” de la figura presidencial o, en el caso de los estados, de las y los gobernadores. Cuando las evaluaciones en ese rubro son positivas, “se presume” que se tiene una elevada aprobación y una cercanía con la ciudadanía. Cuando no ocurre así, los políticos prefieren omitir el dato o decir que se trata de “meros” instrumentos que en el mejor de los casos “son meras fotografías del momento”.

Escrito por:   Mario Luis Fuentes

Más allá de la recepción que las y los profesionales de la política hace de estos instrumentos, cabe la pregunta de ¿cuál es la utilidad política de la simpatía o “buena imagen” popular que tienen los mandatarios? La pregunta es pertinente porque la popularidad es casi siempre independiente de la calidad de los gobiernos.

Por ejemplo, puede haber medidas muy impopulares que erosionen la confianza o buena imagen que tiene una población respecto de los liderazgos políticos, pero puede ocurrir que esas medidas sean altamente benéficas para una sociedad. Por ejemplo, en el caso de la protección de los derechos de algunas minorías, las medidas pueden resultar impopulares, pero deseables para un Estado social de derecho. Y, por el contrario, puede haber medidas muy populares, como regalar dinero a diestra y siniestra a amplias mayorías, pero con ello desfondar al erario público y comprometer la viabilidad o estabilidad económica y financiera de un país.

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Por ello vale reiterar la cuestión: ¿tiene alguna utilidad real para una democracia la medición de la popularidad de una administración? Y si la hay, ¿cuál es? Al respecto es interesante plantear que, para efectos prácticos, los resultados de estas encuestas son utilizados por los gobiernos o por sus opositores, como instrumentos de “evaluación del gobierno”, lo cual, como ya se dijo, puede resultar absolutamente equívoco, y puede inducir, aun involuntariamente, el respaldo a proyectos políticos muy populares, pero poco deseables, o muy “impopulares”, pero de utilidad mayor para la consolidación democrática e institucional de un país.

Desde esta perspectiva, es importante diferenciar entonces la simpatía u opinión que la población tiene de un personaje, de la percepción que tiene respecto de las acciones que desarrolla en el ejercicio de su cargo. Por ejemplo, en la más reciente encuesta publicada por el Periódico El Financiero, el 54% de la población “aprueba” el trabajo del presidente López Obrador. Sin embargo, en cuestiones específicas como la llamada estrategia de seguridad de “abrazos y no balazos”, el registro de la encuesta es que un 65% piensa que debe cambiarla; adicionalmente el 42% piensa que está dando malos resultados y sólo un 27% piensa en sentido contrario.

Si en prácticamente todas las encuestas el mayor problema social identificado es el de la inseguridad, ¿cómo leer o interpretar entonces que más de la mitad de la población apruebe a su gobierno, pero dos terceras partes reprueben la estrategia seguida en el problema de mayor preocupación y urgencia de ser atendido?

Por su parte, en la Encuesta del Gabinete de Comunicación Estratégica, se registra que un 58% de la población percibe que el país está mejor que antes de que López Obrador llegara a la presidencia. Al respecto es importante señalar que los dos principales problemas percibidos por la ciudadanía son la inseguridad y la economía/y la pobreza. Pues bien, el 47% de la población cree que la pobreza ha aumentado mucho o algo en la presente administración, y 64% percibe que la inseguridad ha aumentado mucho o algo.

Una vez más, ¿cómo entender que la población percibe que estamos mejor, y al mismo tiempo que estamos peor? Y, ¿cómo se liga esto con la buena opinión general que se tiene del titular del Ejecutivo, con el hecho de que 49% no confiaría las llaves de su casa al presidente López Obrador, y que el 50% crea que las cosas “se le están saliendo de control” al presidente?

Es cierto que los datos respecto de la realidad deben siempre entenderse en función de la complejidad, multidimensionalidad y multifactorialidad de los fenómenos sociales. Sin embargo, los datos de que disponemos a partir de las encuestas publicadas más que un reflejo de condiciones de complejidad, parecieran los elementos de diagnóstico de un cuadro de “esquizofrenia social”, o de condiciones generales de percepción escindida de la realidad. 

Las encuestas juegan un papel importante en la discusión pública de un país. Contribuyen a incrementar la transparencia y la rendición de cuentas, pero también deben ser ubicadas en su justa dimensión; es decir, dejar de utilizarlas como instrumentos de “validación” o “reprobación” de un gobierno o de un proyecto, y asumirlas como mecanismos de seguimiento democrático de los temas de discusión y preocupación ciudadana, en aras de mejorar los procesos y los contenidos del diálogo público.

La popularidad presidencial y la legitimidad democrática de que puede estar investido un proyecto político, debería ser entonces la base de un diálogo público nacional, abierto y de cara a la ciudadanía, para defender los derechos humanos, ampliar las libertades y garantizar que el pluralismo político sea la condición que le da viabilidad y sentido al desarrollo democrático del país.

Es importante, en esa tesitura, recuperar a los estudios de opinión para plantearnos preguntas a partir de los datos que se construyen en ellas. Considerar que las encuestas nos dan respuesta ante las diferentes aristas y dimensiones de la política, constituye desde esta perspectiva un error; antes bien, plantean enormes retos para la interpretación de la realidad. Por ello vale recordar la idea relativa a que no existen los hechos, sino sólo interpretaciones de hechos.

Hoy tenemos a un presidente popular y que goza de la simpatía de la mayoría de la ciudadanía. Y ante eso surge nuevamente la pregunta, pues frente a los resultados de la administración, la cuestión es, ¿de qué o para qué sirve, en términos democráticos, que haya un mandatario altamente popular, que se niega a dialogar con quienes piensan diferente, y que usa al poder institucional para descalificar o hasta amedrentar a la disidencia o a la crítica pública?

La consolidación de la democracia mexicana requiere de mucha más información, pero sobre todo, de mucho más preguntas; de mucho más interrogantes y de mucho mejores respuestas para darle cause a la discusión y reflexión que nos urge tener para transitar hacia un Estado social de derecho, garante de la libertad y dignidad de todos. Hoy estamos muy lejos de eso.

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