Escrito por 12:00 am Desigualdades, Especial

El México de las clases medias o de las medias clases

por Rolando Cordera Campos

I

Revisitar el tema de las clases medias y su relación con el crecimiento y el desarrollo siempre es útil y ahora, en medio de la crisis global, necesario. Pero es preciso hacernos cargo de su complejidad conceptual e historiográfica. Cada “clase”, definida estructuralmente, implica muchos estratos, diversos niveles de propiedad o acceso al control de los medios de producción, y, consecuentemente, variados niveles de ingreso. Como la historia del desarrollo capitalista nos ha enseñado, esta estratificación también trae consigo actitudes y percepciones culturales y políticas muy diversas. Incluso encontradas, de ahí la complejidad del asunto y la imposibilidad de una simplificación que vaya más allá de los alardes publicitarios.


II

Conceptualizar a la clase media nunca ha sido fácil. No sólo porque las sociedades contemporáneas sean cada vez más complejas y las categorías laborales y profesionales se hayan diversificado, hasta el extremo de desdibujarse y alterar las señas de identidad y adscripción de muchos. A riesgo de simplificar, quizá sea posible decir que es más fácil definir las clases medias por lo que no son: no son pobres, y sus integrantes no pertenecen a las clases altas y se las han arreglado para establecer una sana distancia del trabajo físico directo y del manual. Se trata de un conjunto que, no obstante su marcada heterogeneidad interna, comparte medios de vida, niveles económicos similares y aspiraciones de ascenso similares. Aunque su acceso a la cultura y la técnica también las impela a desplegar actitudes críticas del orden establecido.

Para una buena ubicación de estos segmentos sociales diferenciados, hay problemas técnicos importantes; uno de ellos, no deleznable en más de un sentido, es el subregistro significativo que hacen las encuestas de ingresos y gastos de los hogares y las personas verdaderamente ricos.

Entonces, para poder determinar si hay, o no, un crecimiento tendencial de la clase media, es preciso llegar a un acuerdo o una convención sobre lo que es y no es la clase media. Su importancia para el análisis ulterior, económico o político, dependerá del acercamiento que se adopte.

III

La anterior es una perspectiva en buena medida atemporal. Ahora, vale la pena preguntarnos: ¿por qué el nuevo y casi súbito interés que se ha despertado sobre las clases medias, su evolución y peso en México y América Latina? Más allá de una pretensión académica legítima por seguir el pulso y el curso de estos sectores sociales, después de más de una década de declive económico y crisis financieras destructivas, el estudio de los agrupamientos “no pobres” permite salir al paso —como lo han hecho muchos estudiosos a lo largo de la historia moderna— a la tesis de la polarización inevitable del capitalismo atribuida a Karl Marx.

En este sentido, no está de sobra recordar que, a mediados del siglo XIX, cuando algunos pensadores socialistas vaticinaron el ocaso de la clase media, se referían sobre todo al fin de la clase social formada por la pequeña burguesía, los comerciantes y artesanos a los que las aristocracias del siglo XIX llamaban despectivamente “la clase social de los tenderos”. Por lo demás, la experiencia de la social democracia en Europa a todo lo largo del siglo XX registra más bien una expansión de dichos segmentos que, a su vez, dio lugar a las más diversas coaliciones en las que se sustentó la construcción y el desarrollo de los Estados de bienestar. Estos estados fueron los pilares no sólo de la reconstrucción europea después de la Segunda Guerra sino de grandes y pequeñas recomposiciones en las formas distributivas del ingreso y aún de la riqueza. Para no hablar del importante papel que en la reconfiguración del mapa mundial y de los países avanzados en particular jugaron en ese periodo los profesionistas e intelectuales que prevenían del abigarrado conjunto de las capas medias o lo engrosaban gracias a la educación superior y la diversificación de las actividades inscritas en el conocimiento y la innovación tecnológica e institucional.

El tema, así, constituye una parte central del desarrollo capitalista hasta nuestros días y ha reclamado muy diversos enfoques e interpretaciones. El renovado interés por hablar de un crecimiento de la clase media, hasta su vulgarización en términos como el de “clasemedieros” que se puso en circulación en México hace unos meses como si fuera un hallazgo con implicaciones científicas, parece tener que ver más bien con un discurso ideológico con intenciones políticas, que busca resaltar las virtudes productivas y aún transformadoras de una forma de crecimiento capitalista sometida en los últimos años a agudas críticas y a una crisis económica y financiera de enormes proporciones. Una de las expresiones de dicha crisis, sometidas a estudio y evaluación antes de que estallara, es la capacidad declinante e insuficiente del capitalismo organizado por el código neoliberal para generar empleos y auspiciar niveles de bienestar y equidad como los que caracterizaron la evolución del mundo en los “treinta gloriosos” años de la segunda post guerra.

Sin duda, las clases medias entendida laxamente a través de sus magnitudes de ingreso y sus pauta de consumo, pueden ser expresiones del crecimiento económico y del desarrollo social. También, pueden ser protagonistas de nuevas fases de evolución, gracias a su capacidad de reflexión, articulación y de detección de problemas y conflictos. Incluso, como ha ocurrido con el reciente discurso exegético sobre dichas clases, puede remarcarse su contribución a la estabilidad política y económica.

Visto así, habría a la vez que preguntarse por el signo o la calidad de la estabilidad, la sustentabilidad de sus pautas de consumo, ahorro y endeudamiento y la capacidad de los sistemas económicos para en efecto asegurar una expansión sostenida de las mencionadas transformaciones resumidas en la noción de clases medias robustas y en crecimiento. En México, lo que sobresale en el panorama social conformado después de las crisis y transiciones del fin del siglo XX es más un agudo divorcio entre una demografía caracterizada por el predominio de los jóvenes y los adultos jóvenes y una economía cuya apertura y globalización no produjo una transformación productiva dinámica, ni los empleos requeridos por esa demografía, dando lugar a un mercado laboral bifurcado y abrumado por una informalidad creciente que en nuestros días llega a representar el 60% de la fuerza de trabajo ocupada. En esas condiciones, los grupos medios más bien ven reducidos sus ingresos familiares por el desempleo y el subempleo juvenil y frente a la criminalidad galopante la idea misma de una estabilidad social y política resultante de la ampliación de las clases medias es sobre todo aspiracional.

La información reciente provista por INEGI y el CONEVAL, así como las comunicaciones que ofrece este número de México Social constituyen argumentos prima facie en contra del festinamiento hecho recientemente sobre las mudanzas de nuestra estructura social. Los ingresos se estancan y la pobreza crece, mientras las carencias sociales y la vulnerabilidad se mantienen. Duro panorama para darse a una celebración poco o mal documentada y peor concebida.

IV

El estudio y evaluación de los cambios en la pirámide ocupacional y de ingresos tienen que encarar el peliagudo tema de una desigualdad que apenas se conmueve por las veleidades del ciclo económico y no se compadece con las pretensiones de un mejoramiento robusto de nuestros niveles y calidad de vida. El fenómeno no es exclusivamente económico, sino expresión de una forma de conformar y ejercer el poder que se ha vuelto costumbre y mala educación de los grupos dirigentes y dominantes hasta llegar a configurar una cultura del privilegio. Nuestra desigualdad se ha vuelto un acercamiento totalizador de nuestra evolución política nacional, una radiografía de nuestra herida histórica sin considerar la cual no puede explicarse satisfactoriamente nada de lo que nos ocurre. Mucho menos, tejer un discurso que pretenda soslayar la centralidad adquirida por pobreza y la desigualdad con la ilusión de un aumento significativo y sostenible de la clase media.

De lo que debería tratarse más bien, es de dejar atrás la versión vernácula de lo que John Kenneth Galbraith denominó la “cultura de la satisfacción”, y ser capaces como sociedad de aspirar a nuevos modos de cohesión social y nacional que condensen un nuevo curso de desarrollo, más dinámico e incluyente. Cambiar los términos como pensamos la cuestión social contemporánea y asumir racionalmente la conveniencia de un pacto político y social que ponga por delante el interés público y el bienestar colectivo.

Ninguna sociedad puede, ni ha podido, desenvolverse en medio de elevados niveles de pobreza y desigualdad. Sin un combate sistemático a la desigualdad, México no tendrá posibilidad de una consolidación auténticamente democrática ni sentirse orgulloso de una modernidad resumida en el crecimiento, de una clase media.•

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