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El poder arbitrario

Lo ocurrido entre el 27 y el 29 de abril de la semana pasada en el Senado de la República es el punto más álgido, más agudo, de un paulatino proceso de deterioro a las reglas y normas democráticas en el país. Se puede argumentar que dicho proceso de vulneración no haya iniciado en 2018, pero lo que sí inició en ese año, o con la administración actual, desde los circuitos del poder, es la autorización franca, la legitimación incluso, a violentar las reglas del juego democrático (electorales, de gobierno y parlamentarias), a ejercer el poder bajo una lógica, si acaso no siempre, sí esencialmente, arbitraria.

Escrito por: Roberto Castellanos*

Uno de los elementos esenciales de cualquier interacción humana civilizada es la existencia de normas que regulan las formas, dinámica e incluso los tiempos de esa interacción. Esas normas son reglas, informales o formales, que estructuran la manera en que las personas y grupos se saludan, intercambian obsequios, compran bienes, construyen organizaciones, hacen leyes o gobiernan, es decir, las normas y reglas son fundamentales porque dan forma y orden a todo tipo de interacción humana. Algunas reglas son opresivas, abusivas, autocráticas, y otras son incluyentes, deliberativas, democráticas

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Las leyes, expresión más sofisticada de las normas y reglas comunes y cotidianas, facilitan la interacción entre personas y grupos porque permiten al menos tres cosas. Primero, dan certeza a la interacción y la hacen previsible; segundo, estructuran y orden a la interacción, en tiempo y un espacio específicos, dándole rangos de estabilidad en el tiempo, y en tercer lugar, las leyes y su cumplimiento generan condiciones favorables al desarrollo de vínculos de confianza entre quienes participan en una interacción, incluso si las personas no se conocen o interactúan por primera vez. Certeza, orden, estabilidad y confianza, son rasgos distintivos de todo procedimiento y ordenamiento legal sólido. Es lo que se espera alcanzar cuando se defiende un estado de derecho democrático.

Justamente, un rasgo típico de cualquier democracia es que haya procedimientos claros, reglas y normas que definen claramente los alcances y límites de los actores políticos, por ejemplo, los tiempos y fases en las que debe avanzar un proceso electoral, pero también los momentos y etapas en los que se deben procesar las leyes en sede parlamentaria, y los mecanismos, tiempos y procesos para impugnar esas leyes cuando quienes se sienten afectados por ellas consideran que violentan sus derechos o intereses legítimos.

Este conjunto abigarrado de procedimientos, de reglas, debe quedar claro para todos, para darle certeza, orden, estructura y horizonte al juego democrático, lo mismo en el proceso de búsqueda del poder, las elecciones, que en el funcionamiento de los órganos de gobierno, como los parlamentos. Violentar esos procedimientos, es trastocar las perspectivas de orden, certeza y estabilidad de la vida pública.

Pero lo ocurrido en el Senado la semana pasada podría incluso no ser lo peor; quizá no sea aún la vulneración más grave a este proceso de rompimiento del orden normativo. El desacato a los mandatos judiciales, aquellos que emita la Suprema Corte de Justicia de la Nación ante las sentencias que emita ante eventuales recursos de inconstitucionalidad, podría representar, en un futuro, el cruce del Rubicón de nuestro orden constitucional. Lo preocupante es que hay antecedentes que anticipan que eso es posible.

El académico estadounidense David Landau acuñó un término para definir a este tipo de prácticas, como las ocurridas en el poder legislativo, que poco a poco van minando la democracia: las denomina constitucionalismo abusivo. Esta forma de ejercer el poder, replicado en países como Hungría, Egipto, Venezuela, Turquía o Polonia, e impulsado incluso en Estados Unidos durante la administración de Trump, consiste en usar, por parte de personaje y grupos autócratas, las herramientas de la enmienda legal y constitucional para deteriorar las reglas democráticas. Se trata de impulsar cambios en apariencia menores (como evitar designar a titulares de órganos de control, como el INAI; o aprobar leyes con la mayoría mínima, sin voluntad de consenso alguno, pero con implicaciones de alteración constitucional) para dificultar que dichos cambios se reviertan o para saturar a las instituciones de control del poder, como la Corte y limitar así, a su mínima expresión, la rendición de cuentas del poder.

La ley, eso que llamamos estado de derecho, legalidad, tiene como fin último, casi como justificación o razón de ser, el restringir el ejercicio arbitrario del poder. El constitucionalismo abusivo amplia, precisamente, los márgenes del ejercicio arbitrario del poder político. Pero para ser precisos, ¿cuándo se ejerce el poder de forma arbitraria? Al menos en tres formas: cuando quienes ejercen el poder no están sujetos a ningún tipo de control o límite regular, es decir, cuando solo se rinden cuentas a sí mismos; cuando el ejercicio del poder es impredecible, y quienes son afectados o influidos por el poder no tienen manera de saber, anticipar, comprender o cumplir, incluso, con las formas en que se ejerce el poder; y cuando aquellos a quienes va dirigido el ejercicio del poder no pueden hacerse escuchar, no pueden cuestionar o reaccionar de forma significativa ante quien ejerce poder sobre ellos. Lo ocurrido en el Senado por la mayoría oficialista, cumple con estos tres elementos de ejercicio arbitrario del poder.

Los demócratas buscan y defienden siempre la aplicación de la ley, incluso si al cumplirla se ven obligados posponer el logro de algunas de sus metas (como perder una elección o una votación en un parlamento). A los autócratas (los de ayer y los de hoy) la ley les estorba y les es insuficiente, no solo porque restringe y modera su actuar, sino porque les impide interpretar, a su favor, discrecional y arbitrariamente, la “voluntad del pueblo” que los ha elegido.

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* Profesor de la Coordinación de Estudios Políticos de la Facultad de Ciencias Política y Sociales de la UNAM.

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