Escrito por 12:00 am Cultura, Rosa María Fajardo

Adrián no suena a nombre de vampiro, pero así dijo llamarse

La espalda desnuda, húmeda de sudor y surcada por un hilo de sangre, impresa en una fotografía blanco y negro, sería la única prueba de su noche con un vampiro.

Ajos, estaca y crucifijo salieron sobrando para Eterna y su amante nocturno. Como el irreconciliable amor entre la muerte y la vida fue su encuentro, no tan casual, en el “Café de la Luna”, aquel martes de la noche más cruda de todo el invierno. La sutil cortada provocada en el índice derecho por una hoja de papel alertó los sentidos del oscuro.

De una palidez mortal y unas deshidratadas venas aguijoneando su carne, Adrian poseía lo inmaculado de la belleza antigua y una decrepitud que, delatada en los ojos, contrastaba dolorosamente con su fresca piel.

Dijo venir de lo más remoto del tiempo. Se alimentó de sangre de reyes, de dulces princesas, de los piratas más temidos y de alguna criatura mitológica. ¿Por qué me eligió a mí? No creo que la mía sea apetitosa. Tuve hepatitis y ahora me acosa la anemia. Quizá sean las venas de las manos que se me tornan púrpuras con el frío.

Aquella noche le di sangre viva para prolongar su muerte. Asida a las alas de mi ángel desolado me desvanecí tornándome aire, fuego, el agua de la que bebió su erial.

Tan bello y tan letal. Toda la eternidad consumida en un instante. Nunca creí en las historias de vampiros y ahora le doy vida a uno.

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Adrian y una ráfaga de punzante viento gélido entraron en la cafetería, sentí avivarse el dolor en el dedo. Fue a la barra, pidió un Damiana Guaycura, luego de beberlo de un solo trago se volvió completamente hacia mí dando un solo impulso al banco giratorio. No dejó de mirarme un instante mientras lamí mi herida. Se incorporó y llegó hasta mí, se presentó. Adrian no suena a nombre de vampiro, pero así dijo llamarse.

–¿Puedo compartir tu mesa? –preguntó atropelladamente–, y sin esperar respuesta se sentó frente a mí, mostrando su inmisericorde belleza.

Le platiqué de mi trabajo fotográfico y él escuchó atentamente, entonces sólo me extrañó la constante fuga de sus ojos hacia la fresca herida.

Me interrumpió súbitamente y propuso:

–¿Por qué no caminamos un poco?, la noche es gentil.

Acepté mecánicamente y, deslizándome en su noche, me perdí.

Al pasar bajo la luz de un farol, su aspecto adquirió algo ajeno a este mundo. Me adelanté y le ordené:

–¡No te muevas!, déjame verte así –y agregué–, harías unas fotos increíbles.

Él siguió caminando inmutable y se detuvo frente a una fuente de agua estancada. De pie, mirando al fondo, sentenció sin más:

–Soy un vampiro… tienes tres para correr.

Pero yo permanecí impávida ante lo que consideré una broma insípida y respondí irónica:

–No tiene ninguna importancia, además de fotógrafa soy caza vampiros… ¿te veo mañana aquí, a las siete?

–No, lo sé… –repuso él simplemente.

Llegué puntual a la cita, Adrian se demoró nueve minutos. Le tomé treinta y seis fotografías blanco y negro. Treinta y cinco se velaron, en la restante sólo apareció la fuente de azulejos y la luz artificial del farol.

Adrian no acudió ni al día siguiente ni los restantes de la semana. Al llegar de nuevo el martes lo volví a ver. Fui al “Café de la Luna” con la esperanza de encontrarlo, pero el mesero dijo no conocerlo. Salí del local rumbo a la fuente y me senté en ella creyendo que aparecería.

Su voz del otro lado preguntó:

–¿Por qué has regresado?

Sin levantarme ni voltear a verlo respondí:

–Te he estado esperando.

–Yo no dije que vendría –replicó él.

–Y, sin embargo, estas aquí –contesté–. No saliste en ninguna foto.

–Te advertí que soy un vampiro –reafirmó insensiblemente.

– ¡Basta con esa historia, simplemente el rollo se echó a perder! –contesté y, al volverme, Adrian ya no estaba ahí. Quedábamos la noche y yo.

No lo podía ver y, sin embargo, sentía su presencia como una caricia envolvente que me invitaba a seguirlo en su noche.

Sin pensar, dotada de olfato agudo y ojos felinos, me interné en las tibias calles de la ciudad adormecida. Mis pasos eran cortos, pero inexplicablemente recorrían enormes distancias. De Calzada de Misterios a Niño Perdido, y de Barranca del Muerto hasta San Ángel, entré en el Callejón del Diablo, saboreando ya su infierno. Tan estrecha era la callejuela que por tramos la recorrí de lado y otros de frente sin poder estirar por completo los brazos a los costados; los últimos pasos los di caminando hacia atrás, hasta que el muro me detuvo y cerré instintivamente los ojos. No me atreví a abrirlos, no por miedo a verlo, sino a perderlo de nuevo.

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Sentía esa lenta respiración tan cercana, frente a mí. Recorrí su rostro con manos clarividentes y, al mínimo roce con aquellos labios, contraje los dedos como quemados por el hielo. Justo en ese instante sentí un insoportable dolor carcomerme los ovarios y, llevándome las manos al bajo vientre, resbalé, espalda al muro, hasta caer al suelo con las rodillas pegadas al pecho.

Mientras Adrian bebía ávidamente mi sangre de mujer, el álgido de sus ateridas mejillas se me derretía dulcemente entre las piernas. Sus labios se inundaban de rojo elíxir, el trasnochado sabor de linfa seca en las comisuras de su boca seguía siendo una irrechazable invitación a su mortal placer. Sentí sumergirme en los manantiales sagrados de Hierve el Agua y perdí para siempre la noción del tiempo.

Mi ángel oscuro, todos los misterios de su noche desvelados para mí. Desfallecí en sus brazos y, de haber muerto en ese momento, lo habría hecho sin absolución porque no me arrepiento de haberlo sumergido mar adentro.

Adrian me ayudó a incorporarme cubriéndome los ojos con una de sus manos y girándome del hombro con la otra, cara al muro.

–¡No me mires! –suplicó a mi oído.

Me besó incisivamente el cuello y, alejándose lento dijo por último, con una voz que se difuminaba:

–Cuenta hasta cuatro antes de voltear…

Hice lo que me pidió y, al sentir el flash detrás de mí, me volví y por fin abrí los ojos, pero lo único que vi fue la cámara en el suelo.

Deambulé por las calles, compartiendo la agonía de la noche. El amanecer me sorprendió sin rumbo y seguí vagando por horas con la esperanza de que la luz me pulverizara; pero mi sombra seguía proyectándose y ni el sol más calcinante logró quemar su recuerdo. Al atardecer, luego de revelar el rollo, me refugié para siempre de la luz.

Desde ese día, vela mi sueño diurno la fotografía en la cabecera, con el hilo de sangre que escurre todas las noches por la pared.

Mordida por un vampiro, ¿será mi inevitable destino convertirme en uno de ellos? Ésta es la pregunta que cada año, llegado el invierno, continúo haciéndome mientras, “bebiéndome un americano” en el “Café de la Luna” espero que, inmerso en la profundidad de la noche, Adrian aparezca, coma de mi carne y brinde con mi sangre, que conservo tibia para él.

*Publicado originalmente como “Adrian non sembra un nome da vampiro, ma cosí disse di chiamarsi”, en INK. Suplemento de INCHIOSTRO, periódico de la Escuela de Periodismo de la Università degli Studi Suor Orsola Benincasa. Año VII. Núm. 2. Italia 2007. pp. 2. 

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