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La banalización de la muerte

Durante el 2020, de acuerdo con la más reciente información dada a conocer por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), fallecieron alrededor de 1,064,000 personas; a ellas se suman poco más de 10 mil, de quienes no se había certificado oficialmente el deceso. Frente a ello, tanto el discurso oficial, como el de los partidos de oposición, deja mucho qué desear. Estamos, hay que decirlo con todas sus letras, ante la banalización de la muerte en nuestro país.

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Es la primera vez que, en México, en toda su historia, fallece más de un millón de personas; pero, por si eso no fuese poco, los registros de la Secretaría de Salud para el 2021 son igualmente sombríos. Hasta la semana 38 se tenía un conteo preliminar de casi 900 mil decesos (alrededor de 3 mil al día), lo que, de continuar con la misma intensidad y magnitud, podría llevar a que este año tengamos un registro de casi 1.1 millones de defunciones.

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Estamos ante las fiestas del Día de los Muertos, una fecha en la que la mayoría de la población nacional recuerda a sus familiares que han perdido la vida. Una fecha en la que se rememoran sus palabras, los momentos de compañía, de felicidad conjunta. Y frente a ello es que debemos preguntarnos con toda la seriedad debida: ¿qué significa la muerte en dos años con más de un millón de personas fallecidas?

¿Qué significa la muerte, cuál es el sentido de preguntarnos por ella, en los años más mortíferos de nuestra historia, en los que, además, la cuestión se agrava y complejiza aún más ante una vida que le brinda a la mayoría pocas opciones y posibilidades de vivirla en condiciones de dignidad y niveles aceptables de bienestar?

En efecto, además de atravesar por los años con más personas fallecidas, estamos ante dos de los años con mayor número de personas en condiciones de pobreza; con menores coberturas de servicios de salud; con mayor inseguridad alimentaria y con mayores amenazas del crimen, en todas sus formas y mecanismos de agresión contra sus víctimas.

Por ello preocupa la indolencia gubernamental, pero también la de los partidos de oposición: en el conjunto de las instituciones públicas lo que importa es el golpeteo, la búsqueda de la ganancia política y el aprovechamiento del dolor ajeno para legitimar decisiones y posturas.

También por eso sorprende que un titular del Ejecutivo, que reiteradamente ha sostenido que uno de sus principios de vida, pero también de acción de gobierno, es “el amor al prójimo”, hable de los muertos como si se tratara de meras cifras, por más que machaconamente en el discurso digan que reconocen que “en cada número hay una familia, un rostro, una vida, etc.”.

La magnitud del horror y del dolor es gigantesca. Y a estas alturas ha adquirido dimensiones más que trágicas; porque en la tragedia la muerte tiene siempre tintes heroicos, siempre hay una acción de ejemplaridad que destacar; pero aquí, ante lo que estamos es ante la pérdida de vidas, por cientos de miles, ante un virus incontrolado y ante los resultados de decisiones que se tomaron, pero también de otras que simplemente no se quisieron implementar.

Un ataúd estándar tiene aproximadamente 60 centímetros de alto; por lo que, si pusiéramos uno sobre otro los de todas las personas fallecidas en México el año pasado, se rebasaría con creces la estratósfera; o para ilustrarlo aún mejor: si se colocara uno junto a otro, podría construirse una línea que podría cubrir toda la ruta carretera desde Puebla hasta Guadalajara.

Hablar de esas magnitudes nos debe llevar a hacer un alto en el camino. A pesar de manera mesurada y responsable en torno a lo que somos como país; en torno a lo que queremos ser; y en torno a cómo es posible lograr las mejores condiciones de existencia posibles para todas y todos quienes habitamos a este dolorido suelo patrio.

El hueco existencial que implican los más de dos millones de vidas que se habrán perdido entre 2020 y la finalización de este 2021, no podrá llenarse jamás con nada; es un vacío definitivo; un silencio irreversible que, paradójicamente, resuena en la memoria personal y colectiva, y que nos cuestiona y nos confronta todos los días. Es un silencio que habrá de alcanzarnos permanentemente a lo largo de nuestras vidas.

Sorprende que en este escenario no se haya dado una revuelta; sorprende el nivel de confianza que millones mantienen en la conducción atípica de las riendas del Estado, por parte de esta administración, y de su partido en el Congreso. Sin duda, es deseable que México siga transitando por las rutas de la paz y la democracia; y por ello es de un enorme riesgo el desbordado optimismo de la presidencia respecto de las acciones que ha puesto en marcha, y de los resultados que están obteniéndose.

Entre los negros nubarrones que amenazan al país se encuentran, no debe olvidarse, las tentaciones autoritarias de una derecha política que no se ha ido; que no deja de acechar y de intentar imponer una visión aún más conservadora y aún más contraria al interés general que la que tenemos ahora.

Por ello, la reiterada y supuesta vocación de la presidencia, de construir un país con mayor justicia y dignidad debe concretarse en hechos tangibles. Y por ello el presidente de la República debe rectificar en muchas de sus políticas y decisiones; porque más muerte y mayor tristeza ya no caben ni deben caber en México.

Pavimentar de ataúdes a la República no es el mejor legado que puede dejar un mandatario, aún cuando se tenga como coartada la aparición de una pandemia frente a la que nuestro país tenía muy pocas capacidades de resiliencia, pero ante la que también se renunció a hacer todo lo que podía hacerse para aminorar el tremendo impacto que ya se ha visto de qué magnitud es.

Banalizar la muerte es una de las peores acciones que puede poner en operación, de manera voluntaria o involuntaria, cualquier administración. Por eso urge que se serenen los ánimos en todos lados; que cese el conflicto; y que en serio el Ejecutivo se coloque al frente, no de “su proyecto”, sino del Estado mexicano, y convoque con ánimo sincero de diálogo a la paz, a la reconciliación y a la seriedad a la que nos obliga la memoria y el silencio sepulcral de los muertos.

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